Ocho y media de la noche del último sábado 31 de marzo, de pronto se apagaron todas las luces, todas. La ciudad quedó casi en tinieblas y a pesar de la oscuridad reinante, como nunca la alegría irradiaba cada uno de los rostros de las miles de personas que se habían congregado en la Plaza de Armas para festejar la hora de penumbra voluntaria a la que se habían sometido. Para seguir leyendo, por favor haga clic.
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