martes, 15 de julio de 2008

Las víctimas de La Cantuta, 16 años después: una luz de esperanza, de justicia y de vida


Llegaron agazapados, los “Colina”, haciendo cómplice a la oscuridad de la noche y amparados no solo en el silencio y sino que se sabían además, protegidos y blindados; alucinando y se sintiéndose dueños de un valor y un heroísmo tan falso como el de sus jefes que también se agazapan tras los mantos del poder que creían perpetuo. Los arrancan de su sueño, primero al profesor, luego a dos alumnas y después a siete alumnos más. Los llevaron a un viaje que creyeron sin retorno y les arrebataron la vida; pero 16 años después, los criminales han empezado a pagar, unos, y otros, como el jefe máximo a sentir el pavor de las cadenas de la sentencia que se acerca.

Al profesor y a los La Cantuta los torturaron, los mataron, eso creyeron, pero no pudieron matarlos. Los quemaron luego y el fuego purificó sus espíritus que se mantuvieron al margen del olvido y del paso del tiempo; sus cenizas se esparcieron poniendo a salvo la memoria y el recuerdo; y liberados ya del dolor, no pudieron seguramente, desde el lugar en que estuvieran, evitar una mirada de burla y desdén hacia sus verdugos, que al igual que sus jefes, desesperados querían borrar lo imborrable. Y siguen mirando, tal vez con mayor desprecio, cómo, hoy 16 años después, esos jefes son un verdadero monumento a la cobardía, un canto vergonzante y rastrero del miedo, y el vivo retrato del pavor que los invade porque saben cercano el brazo implacable de la justicia.

El golpe portador del dolor insufrible les llegó como un zarpazo; la angustia y la incertidumbre abonaron el inicial abatimiento brutal e ineludible. La sensación de abandono y el saber que se tocaban puertas cuyos golpes jamás llegaban a los oídos del tirano que hacía alarde de altanería y soberbia, apenas pudo dar paso al desánimo, que fue siempre pasajero. Y por ello, tuvieron que despercudir su dolor, secar sus lágrimas y guardarlas para mejores momentos, y velaron sus armas para emprender un camino que sabían que era largo, pero que tendría final; ese final, que ahora, 16 años después les permite avizorar el guiño de la justicia que les dice, que esta vez, aunque haya tardado tanto, llegará y será implacable. Y allí, están ahora, dándonos una lección moral a este país tan necesitado de ellas; con la frente en alto y la mirada límpida de los que enarbolan la decencia y la justicia; mientras al frente, el jefe de la mafia recurre al chillido para por enésima vez negar sus culpas y seguir así dando cátedra a sus huestes de lo que es una sobrevivencia ramplona y despreciable.

Quienes compartimos de alguna manera no solo su dolor sino su infinita e inquebrantable vocación de justicia, podemos decir, hoy 16 años después de aquel infausto 18 de julio de 1992, que estas familias nos han dado a lo largo de todo este tiempo lecciones de vida, porque su dolor los llevó a convertirse en un emblema y paradigma de consecuencia en la lucha por la justicia y la verdad, por evitar que la impunidad termine siendo el veneno que engorda e incuba el crimen artero y la violación a los derechos humanos, y sobre todo, nos han enseñado el valor de arrancarle vida aun a la muerte. Y su valor es mayor, porque a la deuda de estos 16 años que como sociedad les tenemos, tienen que soportar y convivir con aquellos que lejos de reconocer el daño irreparable que causó quien aún consideran su jefe, y peor todavía, siguen alentando el imperio de la impunidad, para vergüenza de quienes pretendemos llamarnos civilizados.

Gracias a los Familiares de las víctimas de La Cantuta y de Barrios Altos, y con el apoyo de las instituciones defensoras de los derechos humanos y la valiosa contribución de que significó la denuncia del general Rodolfo Robles, hoy Alberto Fujimori debe responder por sus crímenes. Gracias a su titánica voluntad, estamos a punto de recuperar para la justicia peruana la dignidad que la dictadura fujimontesinista le arrebató, de reconquistar la esperanza de que los humanos aún podemos ser diferentes a las bestias. Y solo por ese favor que nos hacen y que los ponen a la altura épica de las argentinas Madres de la Plaza de Mayo, bien tendríamos que crearles un Nóbel a la Justicia, a la Dignidad y a la Vida.

Como bien lo dicen, “Podrán matar las flores, pero no las Cantutas”; y tampoco han podido ni podrán matar aquello que solo es posible por el amor profundo e infinito por los seres que les fueron arrebatados, fundido con esa formidable e invencible decisión de luchar para que la justicia se convierta en una realidad impostergable; aquello que el dolor regó con el agua vivificante que ha sido capaz de soportarlo todo, hasta tornarse en esa espartana voluntad de acero, que 16 años después ha logrado sentar donde corresponde al jefe de la mafia, en el banquillo de los acusados, donde no ha hecho sino mostrar su verdadera calaña, la del hombre que creyéndose todopoderoso ordenó o permitió asesinatos de inocentes inermes y que ahora se refugia en una cobardía sin nombre. Este 18 de julio, 16 años después, este sencillo homenaje al profesor Hugo Muñoz, Dora Oyague y Bertila Lozano; a Enrique Perea, Armando Amaro, Robert Teodoro, Heráclides Pablo, Juan Mariños, Marcelino Rosales y Felipe Flores, y a sus familiares, pues siguen siendo una luz de esperanza, de justicia y de vida.

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